NÚMERO
36



JULIO
DICIEMBRE
2015

TEXTOS Y CONTEXTOS

De los esmeraldinos años setenteros o del valor latente de las semillas

On the Emeraldine 70’s, or On the Latent Value of Seeds

Resumen

El presente texto no es precisamente un ensayo. Es a lo mucho un ejercicio autobiográfico que intenta recuperar mi propio camino para devenir en artista visual y la manera en que "La Esmeralda" intervino en ese proceso. A su vez son los recuerdos y evocaciones de la escuela en aquellos últimos años de la década de 1970; de mis maestros y compañeros; de la cotidianeidad, el funcionamiento y el programa didáctico académico de "La Esmeralda" de entonces; de cómo surgió y como ingresé al Grupo Germinal, que formó parte a su vez del Frente Mexicano de Trabajadores de la Cultura, y por último de la experiencia crítica, activista frente a las carencias y limitaciones pedagógicas y artísticas que vivíamos como estudiantes.


Abstract

This text is not exactly an essay. It is, at most, an autobiographical exercise, aiming at tracing the path I followed to become a visual artist, and the way in which “La Esmeralda” intervened in that process. It is also the memories and evocations of the school in the late 70’s; of my teachers and classmates; of everyday life at “La Esmeralda” back then, the way it operated, its academic program; of how Germinal came into being, and how I became a member of that collective, which was part of the Mexican Front of Culture Workers; and lastly, of our critical, activist experience, faced with the pedagogical and artistic deficiencies and limitations we experienced as students.



MAURICIO GÓMEZ MORÍN / ARTISTA VISUAL Y DOCENTE
condemugres@gmail.com


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Somos nuestra memoria, somos ese museo quimérico de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.
Jorge Luis Borges

Ya lo decía el poeta en otro texto: “la memoria es porosa para el olvido”. Casi siempre que vemos las cosas a posteriori nos resultan consuetudinarias, perfectamente lineales y hasta coherentes. Pero en realidad el devenir presente, el a priori de los sucesos de la vida, transcurre en un flujo caótico, sincrónico y desigual. De esta suerte, cuando recibí la invitación a escribir mis memorias como estudiante de "La Esmeralda" todo pareció bien empaquetado, serial y ordenado. Pero conforme fui desandando el camino de lo que fue para mí esa experiencia de hace 38 años, el orden se fue trastocando y fui descubriendo muchos poros de olvido, “el sótano de la memoria”. Olvidé mucho el orden cronológico y muchos nombres de personas, de cosas, circunstancias y acontecimientos. Así es que de antemano me disculpo por las fallas en la reconstrucción de los hechos y con quienes los “poros” no me dejaron evocar con claridad. Por supuesto, me hago cargo personalmente de las opiniones, los juicios, las ideas y los recuerdos erráticos aquí expresados. También me disculpo por las invenciones y "debrayes", que son otro modo del recuerdo. De suyo, mi vida se parece más a las ramificaciones fractales de una higuera que a las rectas vías del ferrocarril que se juntan engañosamente en el improbable horizonte.

Como casi todo mundo, empecé mi carrera artística en la primera infancia rayando pupitres y paredes; sin embargo, esta vocación inicial tardó un buen tiempo en aclararse y afincarse. Al concluir la preparatoria en 1974 en el CCH Sur —primera generación—, no sabía bien qué hacer o estudiar y entonces trabajé un año en la librería de mis padres para juntar el suficiente varo que me permitiera cruzar el charco y viajar por el rancio continente europeo, parte oeste, a ver si mis cuitas y dudas pudieran ser despejadas. No fue suficiente lo devengado como librero y la perentoria generosidad de mi abuela Lidia completó lo necesario para realizar la expedición. Duró casi un año, chambeando de mesero, grumete, valet de viaje y chalán de escultor hasta que el periplo concluyó abruptamente y de manera violenta cuando, después de una estancia de tres semanas en la cárcel de Regina Coeli (“Il albergo senza vista al mare”), fui deportado injustamente de Italia acusado, sin prueba alguna, de lanzar bombas Molotov a la policía en una manifestación en la famosa Piazza Navona, en el centro de Roma. Corría el año de 1975, México había roto relaciones con España después del fusilamiento de cinco vascos de ETA, había muerto el dictador Francisco Franco y las brigadas rojas ya acaparaban notas en los diarios y noticieros. Afortunadamente antes de este funesto suceso il bombarolo Gómez tuvo el tiempo suficiente para recorrer museos para disfrutar de cerquitita a los artistas y las obras que sólo conocía en postales, calendarios, libros y en las cajetillas de los cerillos Clásicos. Pero la vocación artistosa aún se hacía la desentendida o la difícil. Quizá en buena medida por el shock cultural con la metrópoli y la experiencia romana regresé a México con la intención de estudiar antropología. Lo hice cuando la escuela estaba aún en el Museo de Antropología, pero aguanté a duras penas el propedéutico con las arduas lecturas de El capital. De ahí pegué una machincuepa vocacional y entré a la Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco con el propósito de ser sociólogo, que duró firme sólo los primeros dos trimestres, y finalmente retorné al alma máter, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), a estudiar Historia dos jugosísimos semestres en la histórica Facultad de Filosofía y Letras . Después de tanta prueba de ensayo/error el sentimiento de fracaso era rotundo. Aún hoy no comprendo los insondables motivos que me llevaron neciamente a dilatar la realización de mi destino histórico pictórico. A diferencia de lo que sucedió con muchos colegas, mis padres jamás se opusieron a que fuera pintor. Al contrario, acompañé a mi padre en varias ocasiones a las cúpulas de La Profesa o de la Iglesia del Carmen en San Ángel a hacer apuntes del natural a la acuarela. Justo para ese entonces yo ya contaba con un ridículum de prospecto artistoide: de los 12 a los 15 años de edad había asistido al increíble taller de pintura del maestro Pico Cometa —juro que ese era su nombre— en un viejo gimnasio donde aprendí el fino arte del monotipo sobre vidrio y a respetar la pintura vinílica. Para los 16 años, después de ver un anuncio en el periódico y sin tener en ese momento la más prostituta idea de su histórica importancia artística y política, fui alumno en el Taller de Gráfica Popular bajo la dirección del maestro Leopoldo Praxedis Guerrero. De la mano, ya con 17 años de edad, entré al taller de grabado del Molino de Santo Domingo en Tacubaya con el gran maestro Pepe Lazcarro. Además en el Molino tenías sus estudios varios artistas; recuerdo especialmente el de Leonel Maciel y el de Felipe Dávalos que me dejaban boquiabierto: el primero por el colorido desmadre y el de Felipe por la pulcritud y el orden casi de quirófano. Quizá este fue el recuento que al fin realicé esa mañana de 1977 cuando enfilé resueltamente mis pasos a la vieja Academia de San Carlos, en la que mi padre había estudiado arquitectura en la década de 1940. Pero “ya estaba de Dios” que no sería sancarlino: llegué a la academia y visité algunos talleres pero frente a mis cándidas y elementales preguntas los artistas en ciernes me contestaron con una retahíla de monosílabos en clave de no y muchas miradas lánguidas de arriba pa’bajo. Atribulado me dije a mí mismo: “mimísmo, aquí no me jallo” y me dirigí a la salida, donde vi que se anunciaba una inminente huelga unamita. En ese momento un alma caritativa, al ver mi rostro preocupado, dedujo mi condición existencial y sin preguntar me recomendó ir a la Escuela de Pintura "La Esmeralda", atrás de la iglesia de San Hipólito y juntito al panteón de San Fernando en la aguerrida colonia Guerrero. Me intrigó de entrada una escuela de arte con nombre de tlapalería, y al día siguiente me apersoné en el callejón de San Fernando, antes La Esmeralda, casi esquina con Zarco. Comparada con la sobria, señorial y palaciega arquitectura de San Carlos, "La Esmeralda" me cayó bien de entrada por fea y simple. Con sus grandes ventanales, su cancelería de aluminio y sus paredes verde pistache recordaba más un típico edificio de oficinas burocráticas que una escuela de arte. Este equívoco, esta ambigüedad esencial me convenció y me sentí a gusto desde el principio. A la entrada me recibió el conserje de nombre Arturo, quien siempre fue compa y al que le decíamos El Güero, y subí a la dirección a pedir informes. Para ingresar sólo se necesitaba la secundaria. “¿De qué diablos habían servido los tres intentos de profesiones liberales y mis últimos once exámenes extraordinarios al hilo para acabar el CCH?”, pensé para mis adentros. En fin, el mensaje divino estaba claro: tampoco sería licenciado, nadie me diría “Mi Lic.” y no podría llevarle el título a mi santa madre para agradecerle sus abnegaciones en un horripilante marco dorado. Y además había que presentar un examen de admisión que duraba, más o menos, ¡20 días de pruebas diarias!: un autorretrato en técnica libre, un paisaje del natural, una escultura en plastilina, una acuarela, etcétera. Me apliqué de lleno en ese largo pero divertido examen y fui aceptado. Al fin era yo un alumno formal en una escuela de arte con un futuro promisorio a mis pies como una larguísima alfombra roja. Ya me veía entre nubes exponiendo en la Zona Rosa, dando entrevistas en el noticiero de Jacobo Zabludovsky, vendiendo en verdes dólares a carretadas, con novia pelirroja y talleres en Nueva York, París y la colonia Condesa.

Yolanda Hernández, Carlos Oceguera, Silvia Ponce y Mauricio Gómez Morín cenando en nuestro otro centro de operaciones: el restaurante Súper Leche que se cayó en los sismos de 1985, ca. 1977.

Inicié cursos en el turno vespertino junto a mi amigo y colega Pablo Friedman, pero tuve que cambiarme al matutino pues había empezado a dar clases de actividades artísticas e historia en una secundaria nocturna. El director entonces era Rolando Arjona Amabilis. Recuerdo que a pesar de la emoción por la novedad en general, pero particularmente por mis pininos en la pintura al óleo y sobre todo por la magia perturbadora de enfrentarte a un desnudo para dibujarlo, desde los primeros días percibí un ambiente raro, un malestar indefinible en la escuela que olía a chamusquina. Con el tiempo y el contacto con estudiantes más viejos me fui enterando a detalle de la historia oculta y especialmente negra. La reciente elección del maestro Arjona había sido producto de una lucha encarnizada por el poder y por la orientación pedagógica/artística, que había generado una profunda escisión en "La Esmeralda". En 1975 el director de entonces, Francisco Castro Pacheco, se jubiló y quedó en suspenso el relevo hasta que una “asamblea de maestros de mayor antigüedad” —al decir del mismo Arjona— propusieron como director interino a Benito Messeguer. Y ahí se fue enturbiando la cuestión pues al parecer —desconozco las otras versiones— Arjona maniobró en lo oscurito con las autoridades educativas y con el director del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), Juan José Bremer, para quedarse en la dirección vía un fast track de promoción por ascenso escalafonario. Una parte de la comunidad académica y estudiantil se opuso a la maniobra, entre quienes se encontraba el propio Messeguer, Aarón Cruz, Carlos García, Tomás Parra y Sebastián. Pero Arjona reaccionó rápido orquestando un acta administrativa para la consignación de los antes mencionados “por saqueo e hurto de documentos oficiales”. La acción judicial no tuvo efecto pero la escaramuza sirvió para provocar la salida de la institución, no tengo claro si obligatoria, voluntaria o ambas, del grupo disidente. En cualquier caso, Arjona quedó encumbrado y, al mismo tiempo, en un clásico juego doble de la burocracia cultural priísta: el INBA también apoyó la creación del Centro de Investigación y Experimentación Plástica (CIEP) dirigido por Tomás Parra y que dio cobijo a los maestros y alumnos cismáticos expulsados; algo así como “La Esmeralda Alternativa”, sin decirlo expresamente. A posteriori me parece que estos hechos se convirtieron en un correlato burocrático/académico de la polémica extrema, de la lucha no tan libre, desde Confrontación 66 hasta la ya oficial “Generación de la Ruptura”, entre los “técnicos” de las nuevas vanguardias abstraccionistas, neofigurativas y conceptuales y los “rudos” de ese bloque realista, mexicanista, popular no tan monolítico bautizado desde entonces como “La Escuela Mexicana”. Polémica aún y vigorosamente vigente, aunque una franquicia de marca “Arte Contemporáneo” (sic) —como si todo el arte no lo fuera— se afane en su invisibilidad. En todo caso, regresando al hilo de nuestra historia, me parece que la escisión y la discusión que por vitales eran potencialmente útiles, fueron desactivadas por la acción oficial, reducidas maniqueamente a los “vanguardistas” del CIEP y los “retrógrados” de "La Esmeralda". A fin de cuentas resultó que los muymuy no eran tantan ni viceversa. Por su parte, para establecer un favorable control de daños, resarcir la mala fama de burócrata retrógrado, atenuar las críticas a su desempeño y ganarse a una comunidad escolar mayoritariamente borreguil, apática y autocomplaciente, el maestro Arjona instauró, sin profundidad ni consenso ni participación amplia, una aparente reestructuración académica con claros visos de “gata revolcada” que implicó varias iniciativas. A saber: la rotación de talleres durante los primeros tres años de la carrera que te exigía pasar íntegramente por los de dibujo (figurativo y abstracto), pintura, modelado, grabado (hueco y calco), gráfica (lito y serigrafía), fotografía, composición, laboratorio de materiales e historia del arte, entre los que recuerdo; para luego concentrarte los últimos dos años en alguna de las tres opciones de especialización: pintura, escultura o gráfica. No obstante que la reforma tuvo aciertos y cosas positivas, en general el nuevo sistema arjoniano resultó un (otro) fracaso.

Volante de un ciclo de conferencias y películas, 1978.

Fue una renovación de “dientes pa’fuera”, cosmética, que no afectó de raíz las prácticas y teorías tradicionales ni el proceso de enseñanza/aprendizaje pues estos talleres carecían de didáctica, no estaban vertebrados en nuevos y sustanciosos contenidos ni orientados en objetivos pedagógicos claros que permitieran la seriación y dosificación eficaz. Los talleres y materias estaban desvinculados, no había correspondencia e integralidad entre ellos y funcionaban aisladamente como un desgobernado archipiélago de islas a la deriva. Con nuevos/viejos cánones y rupturas superficiales se mantenía de fondo el statu quo en los currículos decimonónicos de las escuelitas de arte desde el idealismo ramplón, el pragmatismo analfabeta como condición talentosa, el intuitivismo extasiado y la peor edición malversada del romanticismo. Paradójicamente, para lo que se hubiera esperado de una escuela nacida en la fragua de las consecuencias prácticas y teóricas del muralismo, una escuela de oficio, la de Talla Directa, ni siquiera se historificaba en ella a la “Escuela Mexicana” y mucho menos se recuperaban sus propuestas técnicas, plásticas y conceptuales. Frente a este desolador panorama dominante fueron pocas pero honrosas las excepciones de meritorios talleres. Esto se debió fundamentalmente a la calidad y el compromiso de algunos maestros. Entre los que recuerdo con admiración, afecto y agradecimiento están la maestra Cuquita del laboratorio de Técnicas y Materiales, donde aprendíamos los intrígulis de la cocina plástica. El taller de Dibujo Figurativo del maestro Eusebio Chebo Torres, quien sabía ver el potencial de cada quien y encausarlo. Al maestro Toño Díaz Cortés, quien me hizo xilógrafo y medianamente buen impresor hasta donde puedo. El taller de Serigrafía, donde nos iniciamos como cartelistas gracias al maestro Salazar. Aunque me cueste reconocerlo, la clase del canijo maestro Villalobos, que con voz tronante y léxico sicalíptico nos adentró en los vericuetos imprescindibles de la Composición. Y, at last but not at least, recuerdo muy bien las clases de la maestra Ana Cecilia Lazcano, quien nos abrió iniciáticamente los ojos y la mente a la historia del arte como historia compleja, profunda y política. Además fue ella por quién conocimos al profe Alberto Híjar.


Modelo durante la realización de una manta del Frente Mexicano de Trabajadores de la Cultura para la marcha del 2 de octubre, 1978.

Para acabar de completar el cuadro caótico debo decir también que aunque en el organigrama de la escuela nominalmente existía un Consejo Técnico, en la práctica jamás funcionó como un órgano colegiado autónomo por la sumisión indolente del magisterio, y mucho menos existía una sociedad de alumnos, así es que estudiábamos en un bonito ambiente de paternalismo, verticalidad, autoritarismo, favoritismo, abulia, estulticia e impunidad. ¿Qué hacer? Las condiciones me apremiaban irremediablemente a retomar mi legado como grillo cecehachero, del CCH pues. En mi generación encontré poca o casi nula resonancia. Todos estaban muy ocupados en encontrar la pepita de talento y éxito que el Olimpo artístico les tenía reservada, así es que con los pocos mortales del salón que nos habíamos identificado en la tragicomedia escolar empezamos a buscar interlocutores en las generaciones de más arriba para discutir y reflexionar sobre estos prosaicos temas terrenales. Los corredores, las escaleras, el vestíbulo, el patio central y la calle misma se convirtieron en nuestros espacios de encuentro y conspiración. Y claro, sumémosle a eso, intensamente, las fondas de comida corrida, la Alameda, el Café Kikos de Puente de Alvarado, el Súper Leche que se llevó el terremoto de 1985, las cantinas de la zona y la azotea de la escuela, como los escenarios naturales donde se fue enhebrando una conversación y una roncha de estudiantes rijosa, alegre y contestataria.

Manta elaborada por el Grupo Germinal para rendir homenaje en el 50 aniversario del artero asesinato del periodista y revolucionario cubano Julio Antonio Mella en la calle de Abraham González en la colonia Juárez en la ciudad de México por esbirros del dictador Gerardo Machado. Pintura vinílica sobre manta de algodón, 10 de enero de 1978.

Hago un paréntesis para aclarar, en este momento de la remembranza y sin ningún dejo de nostalgia, que ese espacio urbano por excelencia que es la calle y en especial el Centro Histórico de la ciudad de México con su carga densa de vida, historia, arte y cotidianeidad era un componente extra y cardinal para las facultades universitarias. Por esta singular circunstancia geográfica esas escuelas eran permeables y vulnerables al acontecer vital de la ciudad y del país, eran su espacio natural de resonancia, experiencia, ciudadanía, sentido y aprendizaje non sancto. Y con eso también han pretendido acabar las autoridades políticas, culturales y universitarias de todos los credos.

Así, echando desmadre permanente, discutiendo sin piedad, dibujando consuetudinariamente, pintando sin miramientos, modelando, grabando, cheleando y pensando cada cual y en común, se armó una banda de ñeros preocupados y ocupados en las circunstancias jodidas de la escuela, en la postración generalizada y, con esmero, en lo que queríamos y debíamos hacer nosotros mismos por nuestra propia cuenta y beneficio. Y así también, sin aspavientos ni trompetas celestiales nació el Grupo Germinal —que glosamos guevaristamente como “células que engendran otras células”—, en principio como una alternativa esencial de “autoeducación” (nos sigo citando) frente a las carencias, desviaciones y limitaciones de la escuela y sus anquilosados programas. Comenzamos desde siempre como un grupo estudiantil autónomo y líbero (no teníamos ni Artista Mentor ni Maestro Tutelar que nos enseñara desinteresadamente La Mera Neta del Planeta). Y tampoco recuerdo si ya habíamos leído a José Revueltas, pero de seguro teníamos el espíritu sesentayochero de ser persistentemente autogestivos. Y nos dimos a la tarea básica de cambiar al menos nuestra circunstancia inmediata reuniéndonos diario a discutir todo, a pensar y hacer un periódico mural con noticias y denuncias sobre "La Esmeralda", México y el mundo —en ese estricto orden— y a organizar un círculo de lectura del que, entre otras muchas cosas, después de leer y compartir la novela de Émile Zola Germinal, adoptamos el nombre sin ningún asomo de duda. Para ese entonces yo ya había abandonado la casa paterna, me sostenía más menos con mi sueldo de maestro y compartía vivienda y vida con mis compañeros esmeraldinos Yolanda Hernández y Carlos Oceguera, que ya eran pareja, en un depa en la calle de Córdoba, colonia Roma: historia alterna y divertida rama de la higuera que ahora por falta de espacio no podré ilustrar pero cuyas consecuencias inexorables están a la vista del portador. El Germinal en ese inaugural entonces era un grupo grande y variopinto de alumnos primerizos y avanzados. De mi generación angelical tengo vívidos rostros y memorias pero se me escapan los nombres. Recuerdo con claridad a mi aún carnal Roberto Ferreira, a la guapa Isabel Geffroy, a Georgina Quintana súper diligente, trabajadora y gentil a quien le envidiaba sus grandes estuches de carbones y pasteles. A Germán Venegas sólo después —debo reconocerlo—, a Elena Villaseñor, quien ya se destacaba, y al increíble, desbordado y locuaz amigo Cuauhtémoc Venancio (que en el nombre llevaba la penitencia), quien se llevó el campeonato cantinero de quién aguanta más voltaje en los toques eléctricos sin rajarse. De los grandotes de tercer año recuerdo al extraordinario pintor que es Roberto El Loco Parodi, al Jagüar Sergio Hernández, al de verdad maextrísimo grabador y fino amigo Jesús Chucho Castruita, al intenso amigo litográfo y pintor César Vila (onde quiera te la debo, compa). Tiene un nicho especial en la evocación el enorme Hugo, guerrero y artista puro del barrio de la colonia Guerrero quien se anticipó genuino a los usurpadores malhadados del “Arte Contemporáneo”. Entre otros modos avanzados, él disecaba y claveteaba ratas muertas en tableros imprimados perfectamente para luego pintar al óleo con empastes, veladuras y barnicetas. La grilla no le gustaba nada pero el día que organizamos un concierto en apoyo a la revolución nicaragüense con Carlos Mejía Godoy y los de Palacagüina y Amparo Ochoa, Hugo se emocionó tanto que se trepó al escenario para regalarle una gran sandía a la cantante. Recuerdo con regocijo otra genial puntada suya cuando, dentro del salón de pintura, transfiguró el cuartito sin ventanas que servía de vestidor para las modelos pintándole arriba de la puerta un medio círculo con una flecha al centro y los cuadrantes 1, 2, 3,… como el indicador de un elevador. Al que así se le bautizó desde entonces porque nos metíamos a fumar mota y ya adentro con la puerta cerrada te preguntaba “¿hasta qué piso va joven?”. Según una clasificación de la época los pintores éramos grifos y los escultores chupamaros. Yo no cumplía la norma y me mantuve un tanto ambidiestro pero debo de confesar que los escultores no cantaban mal las rancheras. Cuando había fundición en el patio central de la escuela mandaban unos propios a La Gallina de los Huevos de Oro, la pulquería de cabecera, a traer unas "patas de elefant"e llenas de babadray, o séase del neutle sagrado. La medida oficial que llamábamos pata de elefante eran los botellones de vidrio de veinte litros.

Orlando Guzmán y Mauricio Gómez colgando la manta del retrato hablado del dictador nicaragüense Augusto Somoza. Expuesta en el evento Muros frente a muros del Frente Mexicano de Trabajadores de la Cultura en Morelia, Michoacán. Pintura vinílica sobre manta de algodón, mayo de 1978.

La situación en la escuela fue empeorando y recíprocamente nosotros nos fuimos radicalizando más y más. Empezamos a politizar y cuestionar todo lo que estaba a nuestro alcance y nos fuimos dando cuenta de que las lecturas y el periódico mural no eran suficientes. Había que actuar acorde a lo que pensábamos y decíamos. Así nomás. Sin que fuera una intención deliberada, este proceso se convirtió en una criba y el grupo amplio se fue achicando hasta que sólo quedamos seis integrantes básicos. A saber, los primeros cinco del tercer año: Yolanda Hernández de Aguascalientes’n; Silvia Ponce Jasso de Ciudad del Carmen, Campeche; Joaquín Conde de la hermana república de Vallejo; Orlando El Abuelo Guzmán de Tlapa de Comonfort, Guerrero, y Carlos Oceguera Ramos de Escuinapa, Sinaloa. Y el sexto elemento, un colado del primer año: su servilleta Mauricio Gómez Morín de la provincia helada de San Ángel. Como se ve, un colectivo multicultural y, sobre todo, donde los dos chilangos por fin éramos minoría. A la distancia veo que esta composición humana, más que social, del Germinal fue uno de sus activos principales, sin querer mitificarlo para nada. Yolanda era el cascabel, siempre alegre, sociable, atenta con cada uno, casi diría maternal pero bravísima a la hora de defender su trinchera y con la fresca sinceridad norteña para enfrentarlo todo. Silvia era apacible, suave, un poco callada, muy trabajadora y con un profundo sentido de la lealtad y el compromiso. Joaquín era el escultor del grupo mayoritariamente pictórico y como buen tallador buen libador, amigo cabal, enamorado perdido, siempre de buen talante, dicharachero y divertidísimo. El Abuelo Orlando, campesino de cepa y labrador de máscaras, de una nobleza sencilla y honda, “de una pieza” diría mi madre, pero se nos perdía de repente y luego aparecía con unos trofeos extrañísimos en el morral que nos hacían reír horas seguidas. Y el Carlos, para el grupo era el timón firme. Casi estoy tentado a decir el líder pero estaría vilipendiando el esfuerzo colectivo sostenido por la horizontalidad. Gracias a su propia historia familiar, a su doble condición de norteño/costeño o a causas insondables unía a su fuerte carisma un indomable humor bullanguero y crítico —“la carrilla” en el caló del norte—, y una aguda inteligencia natural de un filo sin mella que lo hacía hacer las preguntas pertinentes, las observaciones justas y, sobre todo, a ser intransigente en lo principal para no perder el rumbo. Estas cualidades lo ponían a la vanguardia dentro y fuera del grupo. Y en lo personal, Carlos es la medida de la amistad sin mácula, exigente, cabrona, cabal y amorosa. Un hermano de vida, mi igual a mayor.

Manta en homenaje al 20 aniversario de la Revolución cubana, pintura vinílica sobre algodón, 1979. De izquierda a derecha: Silvia Ponce, Mauricio Gómez Morín, Orlando Guzmán, Carlos Oceguera y Yolanda Hernández.

De esta suerte, con el Germinal decantado y la clara conciencia de la acción necesaria, iniciamos una etapa de febril actividad y también es donde la secuencia cronológica del recuerdo más se desgobierna. Pero aquí vale lo de que “el orden de los factores no altera el producto”. Corría ya el año 1978 y concentrados en nuestra condición de “jóvenes revoltosos” nuestras baterías estaban siempre enfiladas a la autoridad concreta y abstracta. Al pobre director Arjona lo traíamos entre ceja y oreja con peticiones, críticas y reclamos. Luego dirigimos la mira a los maestros que, salvo las excepciones ya mencionadas, nos trataban con prepotencia, sarcasmo, desprecio e indiferencia. Amén de la vacuidad en sus enseñanzas. Se nos ocurrió entonces exponerlos —literalmente— y organizamos una Exposición de los maestros de La Esmeralda en la galería de la escuela para “ver de qué lado mascaba la iguana”. Gracias a la legitimidad cándida de la iniciativa ni la dirección ni los maestros pudieron decir que no pero aplicaron todas las tácticas dilatorias para eludir el bulto. Al final se logró la expo que habrá durado un par de días y que puso en evidencia, en el mejor de los casos, que la mayoría de los maestros había abandonado los lápices, pinceles, gubias y estiques hacía mucho tiempo. Al parejo, ese año organizamos en el auditorio de la escuela varios ciclos de conferencias sobre temas de educación artística, agrupaciones artísticas en México, historia y teoría del arte; ciclos de cine con películas que nos prestaba la Filmoteca de la UNAM y dónde nos entrenábamos de “cácaros”, así como conciertos de música como el que ya comenté en apoyo a la revolución popular sandinista. La triste realidad fue que a pesar de todo el activismo desplegado poco se pudo hacer contra la abulia generalizada y por transformar la situación de caos y dispersión al interior de "La Esmeralda". Hacia finales de ese año intenso y frente a esas imposibilidades los germinales le apostamos al consenso externo y salimos a buscar a nuestros colegas de otras escuelas para organizar “autónomamente” un congreso nacional de estudiantes de artes plásticas donde pudiéramos discutir las alternativas comunes a las problemáticas pedagógicas y profesionales de los estudiantes de arte. Entre las escuelas convocadas estuvieron la entonces Escuela Nacional de Artes Plásticas (San Carlos), la también entonces Escuela de Diseño y Artesanías del INBA, el Taller de Gráfica Popular y la Escuela Superior de Música. A reserva de hacer un ajuste de cuentas entre todos, pienso que la iniciativa naufragó entre las olas revueltas del asambleísmo, del infantilismo izquierdista y de natural inexperiencia política. Pero creo que al menos, por esa pureza original, tuvo la bondad de provocar al interior de cada escuela una incipiente organización estudiantil y una reflexión colectiva —pues cada cuál tuvo que hacer su propia agenda.


Se podría decir que esta manta fue el imagotipo emblemático del Grupo. Como sentenciara el profe Alberto Híjar bromeando: “¡Preparen, apunten, pinten!”. Pintura vinílica sobre manta de algodón, ca. 1978.

Como lo he dicho, todo este cúmulo es sincrónico, paralelo, coetáneo. Desde el mero inicio y de manera simultánea y constante a todo lo demás nuestra práctica artística cotidiana era la realización de mantas. Decidimos deliberadamente pintar mantas para los movimientos y las manifestaciones políticas y sociales de protesta, como murales móviles. Decidimos recuperar un medio de comunicación y agitación popular potenciado como muralismo transportable y emergente. Historificamos y politizamos esa práctica para teorizar y fundamentar algo que no tenía parangón. La manta era, es y será un relevo inequívoco pero no obvio del muralismo adocenado, arquitectónico, estable e institucional. Pero justo por eso situamos esa elección artística en el terreno estricto de la cultura y la comunicación popular por la liberación, desde el arte sin mayúsculas y jamás negociando un átomo de tomaydacas y prebendas con el statu quo artistoide/culturoso del poder priísta ampliado. En una versión muy charolastra, de instrumentalizar estratégicamente el arte sin piedad ni dobleces ni subterfugios. Nos tomamos muy en serio la consigna del profe Híjar de “afectar todo el proceso” porque ya la vivíamos a tope. Y entendimos que la manta era irreductible al museo, a la galería, al catálogo y a la curaduría. Que su naturaleza popular y callejera era verticalmente incorruptible y que en ello radicaba su poder subversivo. Y fuimos recluidos desde el fuego amigo y el fusilamiento enemigo al cartabón de “pintores panfletarios”. Asumimos la crítica autocríticamente y siempre tratamos de ser congruentes y contestamos que sí, que lo éramos estrictamente en el momento, el contexto y la necesidad estratégica, política y humana que lo requería. Siempre como un asunto táctico, instrumental, no fundamental ni mucho menos doctrinario. Aún a pesar de que como germinales individuales siempre seguimos haciendo nuestra obra plástica y gráfica personal. En otro extremo y regresando al hilo conductor recuerdo que después de un año en que palmariamente abandonamos los talleres regulares y nos la pasamos pintando mantas, primero en los pasillos y luego ya dentro de los talleres en un acto pleno de afirmación, decidimos colgar todas las mantas que habíamos hecho en el auditorio e invitamos a los maestros a verlas y evaluarlas. Con un diez, un cinco, un cero o “lo que fuera su voluntad” pero todos se negaron rotundamente a calificarlas con la letanía de que eso no era arte sino propaganda. Al final con la evaluación de un único maestro cabal y valiente pasamos el año y aprendimos la dura y claridosa lección de que la ignominia es una fuente alterna de conocimiento inútil. No me da el tiempo ni el espacio para platicar de la importancia capital, individual y grupal que fueron los viajes a Escuinapa, la tierra de Carlos Oceguera, donde pintábamos, leíamos, discutíamos y desmadrábamos a voluntad. Donde desarrollamos los talleres de pintura y creatividad infantil en la venia vocacional educativa del Germinal, que siempre nos marcó por entero. Hacer para aprender. Aprender para enseñar. Enseñar aprendiendo desde y en el arte. El arte como un valor de uso revolucionario incontrovertible e indispensable, mientras no se ocupe otra cosa, o como enunciara el profe Híjar en un escrito: “hasta la liberación total y definitiva: o sea, nunca”.

Como pequeña glosa final diré que a mediados de 1978 ingresamos en la casa de Tlacopac de Felipe Ehrenberg a formar parte oficial, como Grupo Germinal, del Frente Mexicano de Trabajadores de la Cultura (FMTC) Éramos entonces los “benjamines” del Frente, historia que habremos de despejar porque ha sido injusta. Valga decir que para diciembre de 1979 el FMTC recibió una invitación del Ministerio de Cultura del Gobierno de Reconstrucción Nacional de Nicaragua para que el Grupo Germinal, junto a Rini Templeton, fuera a colaborar en la Campaña de Alfabetización de la Revolución Sandinista. Y fuimos líberos y leñas a cumplir como fuera, pero eso, como dicen los malos programas de televisión, es otra historia…


Semblanza del autor

Mauricio Gómez Morín. Ciudad de México, 1956. En 1977 estudió grabado y litografía en el Molino de Santo Domingo bajo la dirección de José Lazcarro. Al mismo tiempo ingresó al legendario Taller de Gráfica Popular bajo las enseñanzas del maestro Leopoldo Praxedis. Entró a la Escuela de Pintura, Escultura y Grabado "La Esmeralda" de la que salió sin terminar puntualmente los cursos para irse junto al colectivo plástico Germinal a colaborar en la campaña de alfabetización en Nicaragua. Con este mismo colectivo inauguró la manta como mural transportable, formó parte del Frente Mexicano de Trabajadores de la Cultura y pintó febrilmente miles de mantas y murales. Trabajó diez años (1980-1990) como docente en la licenciatura de Diseño Gráfico en la Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco, dando clases de dibujo, serigrafía, ilustración, grabado y donde también fundó junto a Carlos Oceguera y Eduardo Juárez Garduño el Taller de Gráfica Monumental. Ha montado trece exposiciones individuales y ha participado en múltiples muestras colectivas. En 1983 ganó el premio de adquisición en la Bienal de Gráfica del Instituto Nacional de Bellas Artes. Además de su trabajo como pintor, museógrafo, escenógrafo, grabador y muralista desde hace 25 años ha trabajado como ilustrador, colaborando en revistas y periódicos mexicanos como La Jornada, Reforma, Excélsior y las revistas Letras Libres y Este País. Como ilustrador infantil ha trabajado con las principales editoriales en México y con la Secretaria de Educación Pública dentro de la colección Libros del rincón e ilustrando los libros de texto gratuitos. Tiene ya en su haber más de cincuenta libros ilustrados. Fue director artístico de las colecciones infantiles del Fondo de Cultura Económica donde además ha ilustrado varios libros. Fue gerente de Diseño e Imagen en la editorial Santillana y se desempeñó como coordinador de imagen y diseño del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Actualmente se encuentra trabajando en dos novelas gráficas y preparando una siguiente exposición de dibujos de gran formato. Influencias de casi todo, pero esmeradamente de José Clemente Orozco, Saúl Steinberg, José Guadalupe Posada, Francisco Corzas, Max Ernst, Josep Cornel, Melecio Galván y sobre todo las libérrimas propuestas de la gráfica popular.


Recibido: 24 de abril de 2015.
Aceptado: 25 de mayo de 2015.

Palabras clave
Colectivos, grupos, arte, educación, Esmeralda.

Keywords
Collectives, groups, art, education, Esmeralda.