NÚMERO
33



ENERO
JUNIO
2014

TEXTOS Y CONTEXTOS

La fragua y el azogue

The Forge and the Quicksilver

Resumen

En este ensayo se propone un acercamiento al carnaval y el grotesco como dispositivos que articulan prácticas artísticas tendencialmente subversivas en torno al concepto marcusiano del espacio abierto de la genuina existencia humana y los de inoperancia festiva, profanación y disponibilidad de Giorgio Agamben. Es un enfoque que considera las conceptualizaciones de Mijaíl Bajtín, Wolfgang Kayser, Umberto Eco, John Ruskin, Víctor Hugo y Étienne Souriau, enfatizando las figuraciones clave de la plaza carnavalesca y del cuerpo grotesco, señalando algunos de sus límites y potencialidades discursivas para hacer frente a los entimemas del sentido común, el discurso de la publicidad y el mercadeo, y otros mecanismos ideológicos.


Abstract

This essay offers an approach to carnival, and the concept of grotesque as devices that articulate artistic practices tending to the subversive, based on the Marcusian concept of the “open space of the genuine human existence”, and the notions of “inoperability of feasting”, “profanation” and “availability” in Giorgio Agamben. This approach considers conceptualizations by Mikhail Bakhtin, Wolfgang Kaiser, Umberto Eco, John Ruskin, Victor Hugo and Étienne Souriau, emphasizing the key figurations of the carnivalesque and the grotesque body, pointing out some discursive limits and potentialities to confront common sense enthymemes, the publicity and marketing discourse, and other ideological mechanisms.

ALFREDO GURZA / FILÓSOFO
alfredogurza@yahoo.co.uk

 


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Pongamos un paréntesis a la ley social. Bajo el disfraz, que autoriza todas las franquezas, en la boca hueca de la máscara ríe el carnaval, rito higiénico de los desahogos.(1)


La obscenidad del imperio de la ley del valor mundializada se concreta en formaciones discursivas que procuran la normalización de la rapiña con tecnología de punta, la devastación de la naturaleza, el hacinamiento de la inmensa mayoría de la población en el “arrabal global” delineado por el apartheid que la reproducción del capital exige.

El lenguaje se deforma para admitir sin sobresalto las contradicciones más flagrantes, las más cínicas falacias. Ya no es necesario articular argumentos y circularlos para revestir de consenso la dominación: las ideologías hegemónicas construyen sujetos aptos cifrándose como sentido común, como apodíctica.

Este orden del discurso corresponde a la figura aristotélica del entimema, el silogismo abreviado, en el que se da por sentada una de las premisas y por tanto se omite. Aquí se escamotea lo infundado y es precisamente su ausencia lo que presta a la conclusión el carácter de ley natural, de verdad inobjetable.

El mantra neoliberal: “A: Las burocracias son corruptas e improductivas, C: Se debe privatizar el patrimonio nacional” es un claro ejemplo de este procedimiento ideológico que sustituye la reflexión historizada por el dogma con pretensión de eternidad, barriendo bajo el tapete la cuestión de las virtudes de los emprendedores beneficiados. Si A es verdad, C tiene que ser verdad y de B mejor ni se habla.

Esto vale también, desde luego, para su necesaria contraparte: el discurso populista emite sus propios entimemas, igualmente refractarios a la historia y a la reflexión crítica. No es un proceso que se limite a lo verbal: la caricatura política, por ejemplo, se estanca en la repetición insulsa de entimemas paródicos poblados por las mismas figuras (el banquero seboso, la obesa dama encopetada, el policía babeante y bestial, el funcionario reptilíneo), en una pastorela circular que da por sentadas sus premisas y se limita a remachar la moraleja para suscitar la obtusa y amorfa risotada del cretino que decía Vsévolod Meyerhold.

Es kitsch político: la producción de objetos de todo orden (iconos, consignas, deplorables catecismos de historia nacional, gestos y actitudes corporales) mediante una fórmula probada para producir determinados efectos: el efecto “activista”, el efecto “digna rabia”, el efecto “contestatario”, por ejemplo. A la profundización de las tradiciones de lucha popular y a la vinculación comprometida se opone de este modo la gratificante complacencia del “soy totalmente de izquierda”. Esto desmoviliza y no adelanta la acumulación de fuerzas críticas.

Así las cosas, la ignorancia funcional, una de las garantías de la reproducción ampliada del capital, se apuntala con la reducción de la vida social al espectáculo, a la confusión de la política y la farándula, y erige a la estulticia y la banalidad como dominios significantes que cancelan la participación creativa de los ciudadanos. Los mirones son de palo.

La impotencia asumida como destino manifiesto de los excluidos embota las facultades críticas e incluso paraliza la repulsión instintiva. Así, lejos de provocar una indignación generalizada, la impudicia genera literalmente des-vergüenza: la aquiescencia pusilánime ante la catástrofe.

La laboriosa construcción de réplicas radicales, subversivas, supone entonces también la reconstitución de lo que Herbert Marcuse llama la base instintiva de la libertad, su dimensión biológica: se trata de desarrollar una intolerancia al grotesco abyecto, a la brutalidad de la vida cotidiana significada por el orden de la dominación, que “no sólo reduce el entorno de la libertad, el ‘espacio abierto’ de la existencia humana, sino también el anhelo, la necesidad de tal entorno”.(2)

En este nivel orgánico, instintivo, de la liberación, el proceso de toma de conciencia radical implica que la sensibilidad “registraría, como reacciones biológicas, la diferencia entre lo bello y lo feo... la ternura y la brutalidad, la inteligencia y la estupidez, y correlacionaría esta distinción con aquella entre la libertad y la servidumbre”.(3)

Hay que ocupar ese espacio abierto y no permitir que sea cerrado mediante una intervención genuinamente estética, es decir, una intervención política en las sensaciones, las percepciones y los sentimientos. Ahí se celebra “el rito higiénico de todos los desahogos”, la recuperación de significados y valores, la ruptura con el vocabulario mistificador, el descalabro de la dominación.

 

Aquí la mascarada ha brotado como del ombligo de la tierra, del montón de los despojos, del bagazo de la ciudad, de la basura, y del estiércol.

Las reflexiones de Mijaíl Bajtín en torno al carnaval han resultado muy fecundas para la caracterización de esa intervención estética por la liberación. El punto es justamente que el carnaval abre un espacio social alternativo, donde la vida se configura como juego, como despliegue sin trabas de las potencialidades genuinamente humanas. En medio de la monocromía y el monologuismo de la vida cotidiana, sujeta a los imperativos económicos, políticos, sociales y culturales del capital, articulados en aparatos ideológicos que se imponen temibles como signos de sí mismos y del error (es decir, de cualquier esbozo de vida sin explotación), el carnaval es un estallido de colores y de polifonía.

A la distopía del imperialismo realmente existente se oponen las utopías carnavalescas, donde efectivamente los últimos son los primeros. Dando rienda suelta a la procacidad se exhibe la majadera obscenidad de la opresión. Es el mundo al revés, pero resulta ser el mundo al derecho, el mundo justo. En el carnaval todo se vale, todo se revuelve y todo se exhibe en su contingencia radical. Así se revela que el orden de la dominación no es ni necesario, ni natural, ni eterno, y se imaginan y experimentan relaciones sociales nuevas, libres y liberadoras.

La constelación de lo carnavalesco desborda desde luego los límites de sus manifestaciones medievales o contemporáneas, desleídas en grado diverso (Río de Janeiro, Veracruz, la sempiterna “verbena popular” de la Noche del Grito). No es sólo “el paréntesis de la ley social”, sino de los usos amaestrados de los cuerpos. Andrew Robinson lo apunta con claridad en un artículo con título/consigna: “Carnaval contra el capital, carnaval contra el poder”: “Aquí el cuerpo no se configura como el ego individual o ‘burgués’, sino como un colectivo creciente que se renueva de manera constante, que es exagerado e inconmensurable. La vida no se manifiesta bajo la forma de individuos aislados, sino como un cuerpo colectivo ancestral”.(4)

Todo esto da lugar, por supuesto, a una amplia gama de experiencias de desconexión y resignificación comunitaria, “del juche al New Age”, como bien dice Alfonso Falfán. La socióloga sueca Abby Peterson se ha ocupado de una de ellas y ha producido ensayos, tan perspicaces como poco difundidos fuera de la academia, en el campo de la etnografía de los movimientos sociales.(5) Sus trabajos de campo muestran a cabalidad la extensión de lo carnavalesco a la dimensión afectiva de los militantes: la experiencia de jubilosa pertenencia a un colectivo que encarna, que literalmente hace cuerpo, los deseos genuinamente humanos que prefiguran otros mundos posibles.

El carácter subversivo del carnaval es su rasgo definitorio y el barómetro de su potencial revolucionario. Ya en 1699, en la Tlaxcala colonial, el duque de San Román se vio obligado a expedir un decreto en náhuatl y en español prohibiendo las burlas a las personalidades locales durante las celebraciones de la víspera del Miércoles de Ceniza, como informa puntualmente la página oficial de turismo del estado. Así habrá sido el carnaval de 1698.(6)

La tentación facilona de ver en el carnaval un atajo hacia el reino libertario, evitándose la penosa ruta de la economía política y el análisis concreto de coyunturas históricas, es señalado en clave formalista por Umberto Eco cuando señala polémicamente que lejos de ser revolucionaria, la transgresión carnavalesca consolida el statu quo.(7) Su argumento es que la parodia y la degradación de las normas sociales sólo tienen sentido si éstas son reconocidas y respetadas el resto del año. El reverso es incomprensible sin el anverso. Es una válvula de escape, una subversión autorizada por la misma ley que denigra en su ritual.

Herbert Marcuse conceptualizó esta problemática bajo el concepto de desublimación represiva, con la fina distinción entre liberalización y liberación, que da pie a una curiosa versión de la muy antigua paradoja sorites: así como es imposible decir cuántos granos de arena han de quitarse de un montón para que a éste deje de corresponderle el nombre de montón (o el número exacto de cabellos que puede perder un hombre antes de que se le llame calvo), la inescrutabilidad del referente parece volver indecidible la cuestión de cuántas liberalizaciones (de tabúes sexuales, raciales, de migración, por ejemplo) puede permitirse el sistema de la dominación antes de perder su derecho de nombradía. En realidad, sin embargo, a diferencia de las otras dos instancias en ésta última sí hay una respuesta: puede permitirse todas, menos aquellas que deshabiliten los dispositivos de la ley del valor.

En este mismo sentido vale la afirmación de Frederic Jameson:

A fin de cuentas, el derecho a un placer específico, a un disfrute específico de las potencialidades del cuerpo material —si no ha de quedarse sólo en eso, si ha de tornarse genuinamente político, si ha de evadir las complacencias del hedonismo— debe ser siempre capaz de uno u otro modo de proponerse como una figura para la transformación de las relaciones sociales en su conjunto.(8)

Cualquier causa puede volverse inofensiva. Especialmente si triunfa, pues entonces se desiste de articularse con otras luchas. Basta leer las profecías apocalípticas estadunidenses de hace cincuenta años en torno al fin de la segregación racial y compararlas con la histeria actual sobre la legalización de los matrimonios de parejas del mismo sexo, para advertir la inagotable capacidad proteica del orden de la dominación.

Así pues, las grandes y pequeñas insurrecciones aisladas son fácilmente cooptables y la “orgía perpetua” es una absoluta imposibilidad. Semel in anno licet insanire: sólo una vez al año es lícito enloquecer. Después del carnaval, las aguas retoman su nivel y la vida cotidiana se reanuda. La cuaresma secular se configura así bajo el signo de una post coitum tristia social.

El carnaval es episódico, como todo tiempo destinado al juego en un mundo regimentado por la ley del valor. Es materia lábil, amorfa, en constante devenir, empeñada en no cristalizarse. Es azogue en las dos acepciones que consigna el diccionario de la Real Academia Española: “mercurio” —por volátil y mudable— y “plaza de algún pueblo, donde se tiene el trato y comercio público”. Justamente enfatiza Bajtín la naturaleza placera del carnaval: el espacio abierto donde confluyen todas las clases, todos los géneros. El mercado es así recuperado del entimema que pretende reducirlo toscamente a su expresión capitalista, postulando una infundada sinonimia (capitalismo/economía de mercado) de feroz eficacia ideológica.

La plaza donde se celebra el carnaval es el locus simbólico del trato humano, de la conversación entre iguales liberados. Lo marginal se vuelve centro; con plenitud de sentido, “la piedra que los constructores desecharon ahora es la piedra angular” (Salmos 118:22).

 

El genio grotesco de la raza estalla aquí en todo su vigor.
El hombre del pueblo ensaya alambicadas posturas y hace resorte de su cuerpo.

El grotesco como categoría estética en sentido fuerte no puede reducirse a un estilo o a un -ismo codificador. Es un dispositivo de intervención, ligado necesariamente a lo carnavalesco por la intención paródica, deformante e hiperbólica de la realidad cotidiana. Los románticos lo privilegiaron como arma enderezada contra el ascenso avasallante de la instrumentalidad ilustrada que pronto engendraría el positivismo y en nuestro tiempo la tecnocracia que se regodea en la cetrería de los drones y la reconversión, cebándose en Estados-nación en peligro de extinción.

La fusión de lo orgánico y lo inorgánico, de la carne y la máquina, la yuxtaposición de órdenes incompatibles, de lo escatológico y lo espiritual, son otras tantas afinidades del grotesco y el carnaval. En la plaza simbólica se construye parte a parte el cuerpo grotesco en toda su gozosa materialidad, que es a la vez una siniestra e insalvable otredad.

Según la célebre fórmula de Wolfgang Kayser, “el objeto mecánico es alienado al ser traído a la vida y el ser humano al ser privado de ella. Entre los motivos más persistentes del grotesco hallamos cuerpos humanos reducidos a títeres, marionetas y autómatas, con los rostros congelados como máscaras”.(9)

La alienación vivida como efecto de la ley del valor mundializada permite pensar el grotesco como el recurso de un hiperrealismo que desvela los horrores que en la vida cotidiana las ideologías dominantes se encargan de ocultar. El grotesco abyecto nos brinca a los ojos en cada esquina, como lo señala el maestro Fernando López, en las portadas de los diarios más vendidos: compatriotas decapitados, atropellados, baleados, en aberrante vecindad con modelos encuerdas que por intercambiables parecen un mismo autómata al que sólo retocaran el rostro. Día tras día, Eros y Tánatos en grotesca configuración. O con mayor precisión, las Keres, diosas de la muerte sangrienta, pues Tánatos lo es de la dulce muerte sin violencia.

Nos afecta y horroriza con tanta fuerza porque es nuestro mundo el que deja de ser confiable y sentimos que seríamos incapaces de vivir en este mundo transformado. El grotesco infunde miedo a la vida más bien que miedo a la muerte. Estructuralmente, presupone que las categorías que tienen aplicación en nuestra visión del mundo se han vuelto inaplicables.(10)

Esta virtud del grotesco de revelar la entraña del mundo y romper así el conjuro del sentido común domesticador fue advertida con agudeza por John Ruskin en el siglo XIX. La tarea del sabio visionario, en esta formulación romántica por excelencia, es exhibir los aspectos grotescos de la realidad que sus contemporáneos no están dispuestos a ver, arrancándolos de la inercia de la percepción. Contra lo grotesco abyecto de la realidad, lo grotesco terrorífico y lo grotesco bufo de la imaginación creadora.

Un grotesco fino es la expresión, obra de un momento, por medio de una serie de símbolos reunidos en una conexión audaz y temeraria, de verdades cuya expresión verbal habría tomado mucho tiempo, dejando al espectador la tarea de descifrar la conexión; las lagunas provocadas por el apresuramiento de la imaginación son las que forman su carácter grotesco.(11)

El grotesco opera entonces con la imprecisión sugerente, en complicidad con el espectador, al que involucra en la búsqueda de la verdad. La recompensa es un gozo “que resulta del esfuerzo de la mente por destrenzar el acertijo, o de la sensación que tiene de que hay un poder y un sentido infinitos en el objeto contemplado, más allá de lo aparente”.(12) Todo esto dista mucho de la gratificación inmediata del arte inofensivo que decora la barbarie en vez de penetrar en sus razones profundas. No se trata ni de evasiones ni de atajos, sino de largos trayectos de reflexión y percepción críticos por el sendero del horror y la fascinación.

Hay aquí una evidente influencia del concepto de lo bello y lo sublime en Immanuel Kant, quien al conducir resueltamente los postulados de la más depurada Ilustración hasta el precipicio de la dimensión estética legó todo un programa a la siguiente generación, la de los románticos. Ya avanzado el siglo XIX, Ruskin planteó que la aprehensión por la imaginación de la verdad profunda resulta en lo sublime, pero ésta es enseguida angostada por las limitaciones del resto de las facultades mentales, y entonces se convierte en lo grotesco.

En el mismo tenor, el fino crítico y editor Maurice Souriau escribía en 1900 al prologar su edición copiosamente anotada de uno de los más asombrosos alegatos en favor del grotesco en toda la literatura, El prefacio de Cromwell de Víctor Hugo, que es “lo feo exasperado; el grotesco es a lo feo lo que lo sublime a lo bello: es lo feo que toma consciencia de sí mismo, contento de su fealdad, lo feo lírico, desplegándose en el orgullo del horror que inspira, diciendo: Ríanse de mí, que tan ridículo soy al lado de lo sublime; tiemblen ante mí, que así de monstruoso soy”.(13)

De acuerdo con el De Significatione Verborum de Sexto Pompeyo Festo, la palabra monstruo se deriva de monere, cuyo sentido preciso aparece en castellano en la primera acepción del verbo “amonestar” en el diccionario de la RAE: “Hacer presente algo para que se considere, procure o evite”. El lexicógrafo latino lo expresa así: “monestrum, quod monstrat futurum, monet voluntatem deorum”, monstruo, que amonesta del futuro y la voluntad de los dioses.

En su origen, entonces, monstruo es lo que nos advierte de lo que ha de acaecer, mostrándolo. La naturaleza monstruosa del grotesco debe entenderse en estos términos para extraer de su concepto toda la savia semántica. Estos monstruos, estos cuerpos grotescos, son nuestros centinelas.

En cuanto a aquella fealdad exasperada, se trata desde luego de la naturaleza especular del grotesco, que produce la imagen invertida y deformada de la apariencia de lo real y así revela el fiel retrato de lo “realmente real”.

 

Esta sutilísima industria de recoger lo que otros tiran...

La posibilidad de cooptación del carnaval y lo grotesco nos advierte de la precariedad de estos dispositivos cuando se los significa en el sentido de la liberación. Desde la década de 1990, de la mano de la bonanza académica de Bajtín en Estados Unidos, sutiles mercadólogos y publicistas se han valido de ambas constelaciones conceptuales para dar otra vuelta de tuerca al garrote vil con que su industria atenaza la dimensión estética de virtualmente toda la humanidad. Nada la supera en el ámbito de la reconfiguración y orientación de sensaciones, percepciones, sentimientos e ideas.

“El consumo del cuerpo grotesco” es el sugerente título de un artículo de Goulding, Saren y Follett en el que detallan la incorporación de los recursos del carnaval y el grotesco a las más avanzadas estrategias de publicidad y mercadeo, así como los más notables estudios que sus colegas con doctorados en esas artes ocultas han realizado. La mención de un ensayo sobre el sadismo en relación con el comportamiento de los consumidores da fe de la sutileza del enfoque y revela a la vez que el grotesco ha logrado inocular a sus captores con el virus de la yuxtaposición de órdenes incongruentes.

Es clara la presencia del dispositivo del grotesco en la llamada “shockvertising”, la publicidad que procura deliberadamente escandalizar y cuyos ejemplos más claros son las imágenes repulsivas en las cajetillas de cigarros y el uso de jovencitas semidesnudas para vender toda clase de mercancías apelando al horror/fascinación de la pedofilia entre los consumidores.

Este esfuerzo no limita su ambición al carnaval y el grotesco: el objetivo es la cooptación de los procedimientos de la práctica artística en su totalidad, como nos amonesta Jonathan Schroeder:

Los artistas ofrecen instancias ejemplares de la creación de imágenes al servicio de la construcción de un look, un nombre y un estilo reconocibles. Dicho de otro modo, una marca. Se puede concebir a los artistas exitosos como ejecutivos de marca, activamente involucrados en desarrollar, procurar y promoverse a sí mismos como “productos” reconocibles en la competida esfera cultural.(14)

La formulación no es, por supuesto, original, pero su banalidad no debe desviar la atención del fenómeno que ahí subyace. El artículo resulta iluminador porque demuestra el grado en que los discursos contemporáneos de las artes son asimilados vertiginosamente por la publicidad, el mercadeo y el diseño de imagen corporativa. El kitsch devora todo a su paso, y esto debe alertar sobre la necesidad de no atar la práctica artística liberadora a ningún recurso significante en particular, y dotar de tendencia clara, en cambio, a todos los que se empleen.

 

Pero nada es mejor que acatar, en sí misma, esta ideación deshilachada del hombre que se regocija.

El despliegue de la dimensión estética, el libre juego, el carnaval y el grotesco configuran dispositivos tendencialmente subversivos del orden de la dominación. El espacio que así se abre está en constante asedio, bajo amenaza de clausura. A la figuración de la libertad se opone por necesidad la de la represión, que así sea de baja intensidad, es indispensable para la reproducción de cualquier formación social.

Una sociedad depende de la cordura relativamente estable y calculable de la gente, definida la cordura como el funcionamiento regular y socialmente coordinado de mente y cuerpo —en especial en el trabajo, en los talleres y las oficinas, pero también en el esparcimiento y la diversión. Además, una sociedad exige en gran medida creer en las propias creencias (lo cual forma parte de la cordura requerida); la creencia en el valor operativo de los valores de la sociedad. La operatividad es de hecho un complemento indispensable de la necesidad y del miedo como fuerzas de cohesión.(15)

Suspender la operatividad de las creencias y de las prácticas sociales en que encarnan es un objetivo clave de las estrategias de liberación articuladas en torno al carnaval y lo grotesco. Cada creencia y cada práctica que se logra reducir a la inoperancia supone un palmo de terreno ganado para el uso común en la plaza simbólica.

Giorgio Agamben argumenta también en este sentido. Podemos imaginar una suerte de “Fantasía sobre un tema de Marx” lúcida y conmovedora. Su punto de partida es la necesidad de desactivar la ley del valor. Es como un cuento de Hoffmann: cuando todo se subsume a la forma mercancía, el planeta se puebla de fetiches atemorizantes, grotescos, sobre los que no parecemos tener ningún control. Es el extrañamiento radical, la pesadilla de no reconocer ni la piel que nos cubre.

En la esfera del consumo, los dispositivos de poder mantienen apartados, no disponibles para el uso común, todos los productos de la actividad humana, pero también el propio cuerpo y el lenguaje cosificados. La plaza llena de vida ha sido transformada —seguramente por el arte de birlibirloque de la violencia, como tradujo bellamente Manuel Sacristán la frase de Friedrich Engels en el “Anti-Dühring” de Grijalbo— en un museo helado, en una ciudad rondada por fetiches.

Todos los objetos del deseo están ahí dispuestos, pero fuera de nuestro alcance, cifrados como mercancía. Recuperarlos supone profanarlos, puesto que se han vuelto sagrados en el sentido estricto de intocables. Hay que darles nuevos usos y ponerlos a disposición de la comunidad humana.

La desactivación de los dispositivos de poder es una tarea señalada para la imaginación. El asalto al museo, su saqueo, dará lugar a la “inoperancia festiva”, al carnaval, que permite el despliegue del “cuerpo glorioso”, identificable con el cuerpo grotesco puesto que no es

...otro cuerpo, más ágil y hermoso,

más luminoso y espiritual; es el cuerpo mismo,

al momento en que la inoperancia

levanta el hechizo que pesa sobre él

y lo abre a un nuevo uso común posible. (16)

 


Bibliografía

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Hemerografía

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Semblanza del autor

Alfredo Gurza. Ciudad de México, 1964. Filósofo, traductor y editor, articulista y conferenciante.

Recibido: 31 de julio de 2013.
Aceptado: 17 de septiembre de 2013.

Palabras clave
carnaval, grotesco, entimema, capital, cuerpo, realidad.

Keywords
carnival, grotesque, enthymeme, capital, body, reality.

 

[1] Todos los epígrafes están tomados de “El entierro de la Sardina” de Alfonso Reyes.

[2] Herbert Marcuse, An Essay on Liberation, Harmondsworth, Pelican Books, 1973, p. 27. Marcuse tiene la particularidad de ser el único filósofo indiciado por un Presidente de México por sus labores sediciosas. En su IV Informe de Gobierno, en 1968, Gustavo Díaz Ordaz inscribió su nombre en las filas del grotesco con estas palabras: “¡Qué grave daño hacen los modernos filósofos de la destrucción que están en contra de todo y a favor de nada! Tienen razón los jóvenes cuando no les gusta este imperfecto mundo que vamos a dejarles; pero no tenernos otro y no es sin estudio, sin preparación, sin disciplina, sin ideales y menos con desórdenes y violencia como van a mejorarlo”.
http://www.monografias.com/trabajos
/diazordaz/diazordaz.shtml#ixzz2aeXFmSJn
.

[3] Ibidem , p. 93.

[4] Andrew Robinson, “Bakhtin: Carnival against Capital, Carnival against Power”, en http://ceasefiremagazine.co.uk/in-theory-bakhtin-2.

[5] Abby Peterson, Contemporary-Political-Protest: Essays on Political Militancy, Ashgate Publishing , 2001.

[7] Umberto Eco, V. V. Ivanov y Monica Rector, Carnival!, Berlín/Nueva York, Thomas A. Sebeok ed., Mouton Publishers, 1984.

[8] Frederic Jameson, The Ideologies of Theory, Essays 1971-1986. Vol. 2: The Syntax of History, Londres, Routledge, 1988, p. 74.

[9] Wolfgang Kayser, The Grotesque in Art and Literature, Nueva York, Columbia University Press, 1981, p. 183.

[10] Ibidem, p. 72.

[11] John Ruskin citado en George P. Landow, Elegant Jeremiahs, Nueva York, Cornell University Press, 1986, p. 226.

[12] Idem.

[13] Maurice Souriau, en la introducción de Víctor Hugo, La préface de Cromwell, París, Maurice Souriau ed., Ancienne Librairie Furne, 1900, p. 136.

[15] Herbert Marcuse, op. cit., p. 86.

[16] Giorgio Agamben, Nudità, Roma, Nottetempo, 2009, parágrafos 103-112.