NÚMERO
33



ENERO
JUNIO
2014

TEXTOS Y CONTEXTOS

Atribuciones de La Parca: Monroy y Montoya

La Parca: Monroy and Montoya’s Attributions

Resumen

Aquí se trata de ubicar la labor de dos artistas plásticos nacionales: Gustavo Monroy y Alejandro Montoya. En ambos casos la muerte es una representación significativa. El primero toma su cuerpo y su rostro para darle mayor significación a sus lienzos, mientras que Montoya desde hace treinta años ha trabajado con lápices y plumas en morgues, anfiteatros y centros donde aparecen cuerpos. Los dos laboran con la presencia de la muerte.


Abstract

The purpose is to analyze the work of two Mexican artists: Gustavo Monroy and Alejandro Montoya, and the way they deal with death as a signifying representation. The first resorts to bodies and faces to stress meaning, while Montoya uses drawings of corpses, the product of the past thirty years working with pens and pencils in morgues, dissection halls, and other places where corpses are concentrated. Both artists work with the presence of death.



ANDRÉS DE LUNA / DOCTOR EN CIENCIAS SOCIALES
andres10deluna@gmail.com
 


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I

El asedio y la violencia están en todas partes. Se establecen mecanismos simuladores que dan idea de una cierta protección, pero en realidad los hechos descomponen el cuadro y la vida cierra ciclos. ¿Qué queda después de todo esto? Se supondría que los hechos aparecen en los diarios y que las cosas siguen su marcha fúnebre sin que nadie les ponga fin. Hombres y mujeres quedan atrapados en su propia insignificancia, están ataviados con sus trajes descoloridos y desubicados en medio de la catástrofe. Unos son pillos y otros forman parte de la legión de usuarios de un país que poco o nada les otorga y mucho les exige. De esta manera las cosas se rompen por el hilo más delgado. Unos fallecen auxiliados por una enfermedad o algún padecimiento físico o por alguno de sus vicios, ya se trate de alcohol o de drogas. Esto es recibido con bienestar por una sociedad que se precia de mantenerse al margen de estas circunstancias y, sobre todo, libre de estos personajes que nada dicen al irrumpir con su muerte. Las calles están llenas de estos pobladores que pocos conocen y todos olvidan al morir.

Otras ocasiones son los propios policías los que se encargan de ejercer la justicia sin apego a la ley, con todas las agravantes que esto supone. Al respecto, Michel Foucault en Vigilar y castigar anota que:

A partir de este momento, el escándalo y la luz se repartirán de modo distinto; es la propia condena la que se supone que marca al delincuente con el signo negativo y unívoco; publicidad, por lo tanto, de los debates y de la sentencia; pero la ejecución misma es como una vergüenza suplementaria que a la justicia le avergüenza imponer al condenado; mantiénese, pues, a la distancia, tendiendo siempre a confiarla a otros, y bajo secreto. Es feo ser digno de castigo, pero poco glorioso castigar.

En México, un país que abolió hace décadas la pena de muerte, el castigo se mantiene en los altos mandos militares o de la Marina a través de un ejercicio que justifica sus poderes a través de la defensa, hecho justiciero que se avala en las armas de los delincuentes profesionales o de su séquito de personajes que se sostienen en estos términos. Aun así, los que detienen y matan, una vez esclarecido el acto, deben resguardarse con una suerte de máscara ante las inminencias de la venganza de estos criminales. En realidad se está ante dos momentos de la justicia nacional. Esta misma ha sido la lógica que ha llevado a estos guardianes del orden a tomar represalias contra la ciudadanía. El hecho es que la República está colmada de muertos. Por una razón o por otra, pero la mayoría de nosotros está a punto de cometer el error de situarse en donde los militares o los marinos puedan llevar a cabo una operación.

También la violencia se ejerce de manera común y corriente en el mundo cotidiano; estos son los personajes que están en la morgue, como simples imágenes espectrales en espera de ser reconocidos o al menos recuperar un nombre que, hasta ahora, se encuentra extraviado. Observar los restos de estas personas puede ser un acto grotesco, por más que se les quite el hedor por medio de sustancias químicas. Los rostros, a veces desfigurados por el accidente o por el crimen, forman parte de la realidad que se encuentra en los centros dedicados a la recolección de estas huesas. Si un artista se encuentra con ellos, entonces los dibuja, los fotografía y los pinta para construir un ejercicio, una obra. Esto tiene su principal muestra en La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp (1632) de Rembrandt. Ahí se muestra una práctica profesional que estaba destinada a quienes estudiaban algún aspecto relativo a la medicina. Estas exhibiciones fueron tan populares en Holanda que se hicieron públicas y congregaban a un buen número de espectadores. Sobre este terreno, Leonardo da Vinci realizó varias disecciones con tal de tener clara la conformación de tal o cual músculo para luego delinearlo en sus obras, ya fueran científicas o estéticas. En la actualidad existe, desde 1980, una corriente que se ha denominado “Grotesca”, y que involucra, sobre todo, a fotógrafos como Joel Peter Witkin y Robert Mapplethorpe. Ellos muestran escenas en donde el cuerpo queda visible para la mayoría de sus aficionados. En el caso del primero aparecen centros universitarios con personajes con algún problema físico; los considerados “fenómenos”, son parte esencial de su trabajo. En tanto que Mapplethorpe usó parte su anatomía o de otros personajes para darles un realce especial en sus fotografías.

 

II

Así llega la obra de Gustavo Monroy (1959), un hombre que presta su cuerpo para que con ellos se realice el acto de “ver” los sacrificios de una nación en franco deterioro. En los últimos años el artista mexicano se ha dedicado de manera obsesiva a pintarse como una cabeza degollada, caído bajo las balas del Ejército Mexicano o a manos de los delincuentes. El arte de Monroy se ubica en el tiempo del ayer y del ahora.

Ha laborado sobre el biombo que está en el Museo Franz Mayer que se refiere a “La muy noble y leal Ciudad de México” del siglo XVII. Enfrente se encuentra la Nueva España, y en la parte de atrás la Conquista. La capital de México tiene algo de imagen inabarcable. Es presencia múltiple que se observa en el horizonte y que deja de aparecer apenas se descuidan sus habitantes: atrapa en su grandeza y desespera en sus miserias. Para algunos es insustituible y posee una magia particular en donde la historia es motor insoslayable. La ciudad novohispana refulge en su esplendor barroco. Sus construcciones llenan la mirada y su cosmopolitismo podría competir con el de las más ilustres urbes europeas. La catedral hace aún más plena esa relación entre una estética y una tradición visual. Tal parece que la belleza fue un aura y un estigma para la capital que poco a poco se perdió en la asfixia de sus pésimos gobiernos. Unos fueron los bandidajes de los virreyes y otros de los presidentes. Lo que ha seguido es la construcción de una realidad atroz, la del Zócalo repleto de manifestantes que ejemplifican las contradicciones de un país en plena quiebra. El Distrito Federal ha roto las fronteras de la antigua traza de la ciudad y, tal abandono, hace que todo se vuelque en desastres y desacatos. Porque unas son las violencias de la naturaleza, con todo y sismos incluidos, y otras, las más graves, son las que ejerce la delincuencia y el gobierno establecido.

¿Qué ha realizado Monroy al tener en cuenta este espacio pictórico? Lo primero que hizo fue despojarse de los prejuicios ante una obra de otra época. Entonces, trató de cambiar la imagen que vemos con los barrios novohispanos, él los enfrenta y traza una disputa que aparece en las dos partes de su mural. En la primera parte existe un combate en todas las calles de la urbe. Aparece por ahí un Cristo que lleva su cruz sin que nadie se apiade por ello. En otra zona están los llorosos Adán y Eva, que es una reflexión renacentista de Masaccio, que se constituye como una cita de La expulsión del paraíso. Monroy deja las figuras con el aspecto literal que las concibió el artista italiano, sólo que les quita algunos detalles. Lo que pinta lo hace con una significación referencial a la realidad nacional. El lienzo es una inmensa lid entre personajes desconocidos que atrapan con sus disparos. Helicópteros en el cielo, ruidos de combate por aquí y por allá son los grandes referentes que ubica el pintor. En la otra parte, aparece la ciudad en calma. Unos cuantos muertos yacen en las calles, una cabeza ha dejado de rodar por este sitio y otras aparecen en otros espacios. El artista aparece fallecido en la parte baja del lienzo. En El ojo pineal de Georges Bataille se lee que:

Así, el ojo pineal, desprendiéndose del sistema horizontal de la visión ocular normal, aparece en una especie de nimbo de lágrimas, como el ojo de un árbol, o mejor aún, como un árbol humano. Al mismo tiempo este árbol ocular no es más que un gran pene rosa (innoble) ebrio de sol, que sugiere o solicita una angustia: la náusea, la desesperación nauseabunda del vértigo. En esta transfiguración de la naturaleza, en el curso de la cual la visión misma, que la náusea atrae, es desgarrada y arrancada por los relámpagos del sol que contempla fijamente, la erección deja de ser una penosa ascensión en la superficie de la tierra, y en un vómito de sangre dulzona, se transforma en caída vertiginosa en el espacio celeste acompañada de un grito horrible.(1)

Esto de manera simbólica está en los cuadros del artista. Monroy estudió en México y en Europa. Una de sus experiencias fue el trabajo de meditación al lado de Gurumayi Chidvilasananda. Esto le permitió acceder a una labor plástica descriptiva que encontró en la realidad sus puntos esenciales. De esta manera se instala en sus lienzos como parte de los sacrificados por un Estado que reprime a quienes cree culpables. Ha dicho que se refiere a la ciudad como “nacer y morir en cada cuadra”. Descree de los partidos políticos y los encuentra ruines y adaptados a las redes de la política nacional. Su trabajo puede suscitar algunas reacciones contrarias. Algunos lo ven con mirada de rechazo o con un sesgo vanidoso al inmiscuir su figura en cada lienzo. Él observa el fenómeno y lo único que hace es retratarse en el siguiente cuadro sin importarle nada más que ese espacio, en el cual puede hacer crítica de lo que ve y cómo lo observa desde el punto de vista de un artista. Su labor tiene algo de necrofilia, de abstracción en ese terreno en el cual está sacrificado, y lo que se mira en esas obras es su propia caída. Lo que él pretende es usar su propio cuerpo, sus propios rasgos para identificar a cualquiera de los caídos. Labor compleja la que anota Monroy.

 

III

Otro de los convocados para llevar esta labor a cuestas es Alejandro Montoya, quien desde hace treinta años ha realizado trabajo plástico en el Servicio Médico Forense. En este lugar dibujaba sin tregua a los personajes tendidos en planchas; labora hasta impregnar su ropa con los vapores del lugar, prendas que luego debe quemar. Hace de la muerte un rito existencial, la ha dibujado de muchos modos posibles y de esto quedan las imágenes en libros como Dibujos de la noche (La Sociedad Mexicana de Arte Moderno, 1999), espacio en el que aparece un texto de Arnoldo Kraus, quien anota:

La muerte desnuda y en los panteones vive la muerte: horrible la desnudez, terrible encontrarse y verse uno mismo. Por eso no hay espejos en los panteones: se rompen cuando la vida asoma, cuando el rostro aparece. Como sucede en los anfiteatros, en donde todo se magnífica, en donde apenas uno se da cuenta que está habitado por la vida. En donde la otra muerte amenaza la vida propia. El mismo calosfrío que recorre las calles y pasillos de los anfiteatros camina por los servicios médicos forenses y las morgues; el temblor de las guerras desalmadas es diferente: ahí, la muerte es normal. Anfiteatros, forenses y morgues se hermanan: en ellos la soledad petrifica y congela. En sus rincones donde quien amanece y luego duerme acaso pueda comprender que la vida se le debe y no que la vida nos debe.

Montoya inició en 1984 un itinerario fúnebre que le ha proporcionado un cúmulo de experiencias y, también, una obra que merece un reconocimiento. Su dibujo tiene calidades de excepción. Él mismo escribió un texto que forma parte del libro antes citado:

Camino a la morgue escucho las sirenas: / usurpan para mí, los sonidos sordos de las aves, / cuando caminaba solo, entre las ruinas de piedra / y el mar de la península plana. / De mi fantasía deformada hoy por las livideces, / me queda tan sólo, como cenizas y vidrios en la mano, / la negra línea que corta. / Cada sesión un duelo, difícil de sostener, difícil sentir / la mirada en cero de sus ojos, / sus boquetes en los cuerpos, / las negras flores de súbito brotadas en la cara, / el aroma de la muerte. / Los sucios cráneos trepanados / pulidos en los días, en la sombra de sus días, / hoy me insinúan de esquirlas en el tórax que anidaron, / de ojos fijos, / que una vez en su miseria / el océano pudieron contemplar, embrutecidos; / de bocas reventadas y abiertas para siempre, / en una última noche, en una última epilepsis; / del silencio en el que el gusano roe, aquí, / donde están las marcas, los grafitis de diesel y espuma sucia / sobre hinchazones, sobre manos y caras no identificadas; / donde la línea de vida casi colinda / donde en pocas horas, sobre el pecho, / comienza un grueso surco suturado. / Aquí, en la gavetas, en este insospechado y frío reducto / donde la metafísica equivale a una flema / hervida y reluciente; / donde la náusea llega como un alud al abdomen, / donde al salir de sesión, por ver de cerca el reverso de este ciclo, / uno enmudece por horas. / Aquí, cuatro machetazos en la nuca / y la necropsia / no son lo suficiente para arrancar la verdad de un hombre.

El texto fue escrito en abril de 1985 y revela lo que siente este artista al enfrentarse a los cadáveres, el respeto que tiene ante los muertos. Otros fueron los casos de Arnold Belkin y Nacho López, cuando a finales de los años cincuenta del siglo anterior fueron a la morgue a dibujar y a fotografiar estos modelos. Era una época importante para la plástica nacional, se confrontaban el muralismo frente a la pintura ligada a las tendencias estadunidenses. En aquel momento, Belkin e Icaza formaban el grupo Nueva Presencia. La experiencia redundó en una labor estética depurada aunque fuera sólo una práctica aislada en sus carreras.

En cambio, Alejandro Montoya ha seguido firme en su búsqueda en esos espacios donde la desolación y el abandono están presentes en gran parte de los que ahí se encuentran. Conmueve la imagen que logra el artista en medio de esos cuerpos atrapados por el accidente o por el paso de alguien que quiso arrasar lo que les insuflaba vida. Así, uno de los primeros dibujos que coloca Montoya en el libro es Asesinato (1987). En esta imagen aparece un tipo joven que tiene el rostro hundido en la parte izquierda, mientras que en su cuerpo se notan golpes en el costado derecho y en el brazo del mismo lado. La boca está abierta. Otro Asesinato aparece con un personaje un tanto andrógino que tiene un tajo a la altura del abdomen y reposa en silencio. En otra imagen aparece una mujer vista de manera horizontal exhibiendo la herida de la necropsia. Uno más de estos hechos aparece en Doble apunte de un decapitado, que tan sólo muestra el cuerpo de espaldas. En otros casos son simples cadáveres que llegaron a la morgue y que ahí permanecieron hasta ser trasladados a algún sitio académico para realizar actividades con sus cuerpos o ser reconocidos. Todos los cadáveres están desnudos: condición necesaria que requieren estos seres. Están exentos del pudor habitual, sólo cubiertos por la bolsa de lona al llegar o al guardarse en los sitios apropiados.

En 2007, el artista expuso Dibujos en el Museo Universitario de El Chopo, lo que mostró esa vez tenía una realización más compleja y con mayor detalle. En uno de los dibujos se muestra la parte superior de un viejo, al parecer sólo la cabeza. Los ojos están cerrados y la boca abierta, su rostro tiene algo de devastación mortecina. En cambio, Estudios de cabeza (2005) es una imagen que resulta extraña: un hombre tiene el cráneo sin piel y sin embargo conserva la nariz, algunos dientes y la oreja. La calidad expresiva del trabajo es uno de los aciertos de Montoya.

Donde se vuelve el dibujo más preciso y contundente es en la muestra Rorcam. Se llevó a cabo también en el Museo de El Chopo. Montoya hace del dibujo una manera para encontrar las figuras sin tener que recurrir a los trazos pictóricos. La muestra es un recorrido de cráneos descarnados y rostros momificados. Una expresión que confluye para dar idea de quién es el artista que lleva a estas tintas monocromas es la vertiente repetitiva que tienen los Retratos óseos. Cada uno de ellos pareciera ser una imagen semejante, sin embargo, basta detenerse en los detalles para encontrar diferencias esenciales. Unos carecen de los dientes delanteros, tienen algún golpe o algo que los hace únicos. Son incluso diametralmente opuestos unos a otros. El fondo es negro, la imagen tiene destellos de blanco para completarse con tonos oscuros y grises.

En cambio, los Retratos cárneos conservan un aspecto más radical. Los huesos pulidos son menos feos que los rostros de las figuras espectrales. En ellos está la cara abombada o se conserva un ojo mientras que el otro falta, o son simple máscara mortuoria que ya nada recuerda; una invisibilidad que va del oscuro al negro. En otros personajes está el rostro pero sólo se distinguen con precisión los dientes, mientras que en otro espacio lo que aparece, con toda nitidez, es una cabeza cubierta por otras pieles que simulan una suerte de cara multiplicada. La momificación suscita juegos con los rostros, los cambia y los transmuta hasta dejarlos en un estado de cruel ruindad. Montoya tiene mucho cuidado al plasmarlos en el papel, todo coincide para que sean parte de un mundo cerrado.

La conjunción entre la lividez del cráneo descarnado y el rostro que aún tiene algo de esa piel es lo que presenta la muestra de Alejandro Montoya. Comparando el trabajo depuradísimo de este artista con la obra de Gunther von Hagens, el Dr. Muerte, que transforma los cuerpos en algo cercano a la gelatina, en Montoya se conservan los elementos necesarios para convertir sus dibujos en algo que va más allá de la mera representación de las cosas. Con el Dr. Muerte todo se convierte en transparencia, en algo que flota, mientras que Montoya hace con sus tintas monocromas un instante, crea la posibilidad de trascendencia de estos seres que tal vez nunca tuvieron un lugar dentro de las sociedades establecidas.

Los trabajos de Monroy y de Montoya marcan un hito dentro de la plástica nacional, dos artistas nacionales que han hecho de su trabajo una manifestación de lo que ocurre en nuestros días.



Referencias bibliográficas

Bataille, Georges, El ojo pineal, Valencia, Pretextos, 1979.

Foucault, Michel, Vigilar y castigar, México, Siglo XXI, 1976.

Kraus, Arnoldo y Alejandro Montoya, Dibujos de la noche, México, Sociedad Mexicana de Arte Moderno, 1999.

Lésper, Avelina, Rorcam, México, Museo Universitario del Chopo, 2012.

VV.AA., El Chopo viaje en Metro, México, Museo Universitario del Chopo, 2011.



Semblanza del autor

Andrés de Luna. 1955, profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. Doctor en Ciencias Sociales por la misma universidad. Ha publicado varios libros relacionados con arte, gastronomía y erotismo.

Recibido: 31 de julio de 2013.
Aceptado: 4 de noviembre de 2013.

Palabras clave
cuerpo, violencia, muerte, mirada, dibujo,
lividez

Keywords
body, violence, death, gaze, drawing, lividness

 
 

[1] Georges Bataille, El ojo pineal, Valencia, Pretextos, 1979, p. 57.