NÚMERO
47



NÚMERO
ESPECIAL

EDITORIAL
CARLOS GUEVARA MEZA • DIRECTOR DE DISCURSO VISUAL

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Tiempos difíciles


A quienes ya no están

Más de un año ha transcurrido desde que comenzó el confinamiento por la pandemia de covid. La enfermedad ha dejado millones de muertos a nivel mundial y cada país tuvo que vérselas con una situación que, si bien no era inédita, nos tomó a todos desprevenidos e impreparados, pese a que las advertencias estaban ahí en todas partes, desde sesudos artículos de la más alta especialidad científica hasta películas hollywoodenses. Pero nadie escuchó. Cosas así parecían tan lejanas.

Largo sería el recuento de hechos, sentimientos, situaciones, interpretaciones y sensaciones vinculadas a la pandemia. Algo de ello hay en los textos que siguen y por tanto no debe insistirse en un listado que de todas formas no sería completo. Quizá baste sólo apuntar las diferencias (sociales) —por poner un solo ejemplo— entre quienes mataban el tedio y la angustia simultáneos del confinamiento con largas horas, robadas a la actividad o al descanso, de juegos electrónicos (desde los más simples y gratuitos del móvil, hasta las sofisticadas y costosas consolas), o con los videos intrascendentes o amarillistas de las redes sociales; en contraste con quienes quizá utilizaban los mismos artilugios para generar un aislamiento imaginario mientras esperaban o utilizaban un hacinado transporte público, también durante largas horas, para dirigirse a cumplir sus funciones, clasificadas ahora como “esenciales” cuando antes se les consideraba (y lo peor, se les sigue pensando) como de “bajo nivel”.

Ejemplos así podrían multiplicarse, pero hay dos palabras que tal vez lo dicen todo: miedo y asfixia. Miedo, al borde del ataque de pánico, ante el menor cambio en el cuerpo que pudiera significar un síntoma; miedo tenaz a la prueba y al resultado (que podría tranquilizarnos o ponernos decididamente en el camino del dolor y el terror); miedo a perder el trabajo y el ingreso; miedo al vecino e incluso al familiar pensado como “infectado” e “infeccioso” y no como enfermo (lo que deriva en actitudes que van desde el mero alejamiento hasta el rechazo y el ataque); miedo a salir, como si el aire mismo contagiara; miedo a los lugares pequeños y cerrados; miedo a los objetos tocados por manos extrañas y hasta a la ropa misma después de salir; miedo al rechazo o al ataque por estar enfermo o atender enfermos; miedo, por supuesto, a la ambulancia, al hospital, al dolor y a la muerte.

Y la asfixia: desde esa sensación de no poder respirar cuando en realidad está uno hiperventilando en medio de la angustia, al borde del desmayo; la metáfora, en el límite de la literalidad, del hacinamiento (en el transporte público, en la calle, en el minúsculo espacio de la “casa” pensada por arquitectos y urbanistas casi como lugar de paso, porque la “verdadera vida” se da siempre fuera, en el trabajo, en el consumo, en el traslado incansable); la asfixia de una convivencia forzadamente ampliada por el confinamiento; la asfixia de George Floyd sometido por la policía racista de Mineápolis —hecho real y al mismo tiempo símbolo de muchos otros sometimientos raciales, de género o sociales; la asfixia de la misma enfermedad, asociada al respirador mecánico como último recurso y, en muchos casos, antesala del fallecimiento.

Va aquí nuestra pequeña contribución a una reflexión que tomará mucho tiempo, sin duda, y que ojalá no se olvide como nos olvidamos de las catástrofes pasadas.